jugar

quiénes somos sin aventuras y el descubrimiento de lo que nos fascina

un edificio rojo con letras de neón apagadas que dicen TOP, cubre cinco máquinas de peluches de feria de colores azul, naranja y verde neón

La primera vez que recuerdo ver un grupo de niñes jugar sin supervisión adulta fue en la película de 1991 Mi primer beso, que se conoce en otros lados como My girl o Mi chica, donde (spoiler) un joven Macaulay Culkin muere picado por un enjambre de abejas (trauma de mi niñez). En específico recuerdo las escenas cerca del lago, al que llegaban en sus bicis, para luego colgarse de las ramas de un árbol y pasar la tarde allí.

Evidentemente, existen muchos otros ejemplos en el cine y TV de grupos de infantes o adolescentes con inclinación a la aventura, como por ejemplo Los Goonies, o el momento épico de E.T. escondido en la cesta de la bicicleta, o más recientemente, los chicos de Stranger Things deambulando por todo Hawkins. Sin embargo, el ejemplo de Mi primer beso siempre me viene primero a la cabeza cuando pienso en esta idílica forma de juego de la que yo tuve tan poco.


En Lo que más me gusta son los monstruos, Emil Ferris dibujó y creó el personaje de una niña, Karen, de manera prácticamente autobiográfica y la ubicó en Chicago de 1960 donde ella misma creció. Mientras leía esa novela gráfica pensaba mucho en Fran Lebowitz hablando de su infancia en New Jersey donde podía pasarse el día entero en cualquier casa de vecina, mientras su madre tenía solo una vaga idea de dónde podía estar.

Como suele pasar conmigo, ninguna de esas dos cosas tienen conexión entre sí, salvo tal vez la semiconteporaneidad de las autoras, pero en mi cabeza la tienen y me hacen sentir la misma emoción: envidia. Y mira que ninguna de las dos historias es particularmente bonita o reconfortante. En especial, Emil Ferris tuvo una vida durísima y es usada en los últimos tiempos como el ejemplo arquetípico de una flor tardía o late bloomer.


Ya para cuando alcancé la edad pre-adolescente de andar en bici «metiéndome en problemas», yo era una absoluta planta de interior, y una —diría — bastante adaptable. Nada en mi entorno acompañaba a la idea de una vida a la Stranger Things; ni el clima (un calor recalcitrante), ni la seguridad (hampa rampante), ni una ciudad amigable con los peatones, ni espacios públicos cercanos donde perderse (¡ay! y si me hubiese perdido...), tampoco un deseo suficiente por aprender a manejar bien bicicleta que motivara a mis padres a ayudarme a practicar en ese contexto.

En mi etapa de trepar árboles —que la hubo— sólo tenía dos árboles para escoger en una jardinera frente a mi casa, de esos que levantan la acera con las raíces y que miraban a una calle asfaltada con mucho tráfico de coches. No obstante, la etapa tuvo su abrupto final cuando un día, bajando del árbol, me quedé enganchada por la cara interna del muslo a un clavo enorme que alguien había clavado en el tronco. Mis primeros puntos.


Había —en uno de esos libros sobre la atención que estuve leyendo y que no me atrevo a citar porque luego el autor admitió plagio en trabajos previos— un capítulo titulado El confinamiento físico y psicológico de nuestros hijos. Allí se presentaba dentro del marco de estas diferencias generacionales en el juego, cómo las infancias hasta casi el final del siglo XX solían transcurrir de forma mucho más libre por los barrios y vecindarios y cómo la idea de unas infancias siempre en casa y bajo control, es un concepto bastante nuevo.

También se hacía referencia al juego como manera de i) utilizar la imaginación y la creatividad para la resolución de problemas, ii) crear vínculos sociales, argumentar y negociar y iii) aprender a experimentar la alegría y el placer.

El autor se preguntaba, si nuestra atención está gestionada constantemente ¿cómo vamos a descubrir qué nos fascina? Pues bien, coincido en que es una buena pregunta y que nos atañe tanto a pequeñas como a grandes.


Pero en realidad no querría contaros todo esto. Querría deciros que, ahora que vivo fuera de la ciudad, me es fácil salir a explorar por el medio natural, que me voy por senderos que no conozco y que distingo un pájaro de otro. Querría deciros también que toda la alegría y los placeres que he encontrado de mayor, me han sido fáciles de encontrar, que he sido desde siempre una flor florecida y que nunca miro de soslayo mi rico mundo interior quizás porque fuera así a expensas de un mundo exterior que no estuvo tan a mi alcance.

Con todo y esos matices, durante este año, como ya sabéis, jugué a ser artista textil pero además jugué a pintar con gouache por primera vez en mi vida, y a copiar posiciones corporales para dibujar, escribí mi primer haiku como me enseñó Vero, hice collages de varios libros de ficción que me encantaron y llevé lo que en internet se ha popularizado como un junk journal. Todo lo anterior lo hice dentro de una misma libreta A6 que ahora tiene tres veces su grosor original. Ya todo un tótem. También, después de una pausa de la que pensé nunca volvería, sigo saliendo a caminar sin distinguir un pino de un abeto.

Si bien mis aventuras siguen siendo más de interior, todos estos juegos se sienten como asuntos serios porque son acercamientos a mí misma desde otro lugar, y ya quisiera fuera una fórmula replicable a quien me lee aunque bien sé que tal vez no. Todos estos juegos se sienten urgentes cuando vuelvo a la pregunta si nuestra atención está gestionada constantemente — y lo está — ¿cómo vamos a descubrir qué nos fascina?

Adriana


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