ex-pectadora
una entrada de diario al borde de mi cumpleaños
En la ciudad más cerca del pueblo, tenemos dos cines pendiendo de un hilo donde pasan películas en versión original subtitulada. Uno de ellos todavía goza de una persona en taquilla, una persona al cargo de las palomitas y la tienda de productos comestibles cuidadosamente seleccionados y colocados en dos estanterías únicas sin sobreposición, lo que permite a la consumidora estar al tanto del inventario completo de un solo vistazo. Y, por último, una tercera persona en las puertas de la sala para leer los códigos QR y recordarte dónde vas sentada. Las tres personas todavía sonríen.
El otro cine, consiste de una única sala más estrecha con olor a tela de butaca de autobús en el sol, que se encuentra en la parte de arriba de un teatro antiguo pero todavía en funcionamiento. La última vez que habíamos estado allí, la misma persona que cobraba las entradas, leía los QR y te informaba que no habían bebidas a la venta, excepto agua. Fue, por tanto, una experiencia mucho más parecida al avituallamiento deportivo que al deleite en el ritual de ir al cine.
Ayer estuvimos en ambos lugares en un intento de hacer una tradición anual de maratón de cine; primera película - una bebida/un tentempié - segunda película. ¿Se puede decir que algo es una tradición cuando es sólo la segunda vez que lo haces? Creo que sí, siempre y cuando haya intención de continuidad.
Comprobamos que la situación del primero es estable, salvo que, por el número de cabezas de color blanco, el cine como lugar de congregación no parece estar atrayendo a la juventud. Y cuando pensábamos que la situación de la segunda sala no podía empeorar, nos encontramos que habían soltado a la sobrina de alguien allí y bromeamos con que estaba siendo víctima de un escape room que se llamaba «atiende el cine esta noche».
Como el tiempo entre primera y segunda película, no nos dejó margen para bebida o tentempié y las palomitas de primera película nos habían dado sed, nos vimos en la necesidad de preguntar por esa neverita de botellas de agua que habíamos visto la última vez. La chica nos dijo que no sabría cómo cobrárnosla e intentó buscar la chuleta de apuntes, pero no lo consiguió. Cuando pudo abrir la nevera había una única botella que nos dio mientras dejábamos un euro en el mostrador que sabíamos no podría reportar a administración pero que tal vez le serviría para pasar alguna de las pruebas.
Cuando yo tenía como catorce años y quería salir en grupo, el cine era el plan más seguro. Por una parte, seguro en el más literal de los sentidos puesto que vivía en una ciudad con una altísima criminalidad, y por ende, seguro en el menos literal de los sentidos porque ya había una pre-aprobación parental sobreentendida para dejarme ir.
En algunas partes de latinoamérica, los últimos coletazos de una leyenda urbana bastante arraigada que decía que teníamos que tener cuidado al sentarnos en la butaca del cine porque podían haber jeringuillas con VIH+ o «drogas», (así, en general) le daba un plus de emoción y adrenalina a la actividad.
Era 1998 y en lo que recuerdo prácticamente como el mismo fin de semana, vimos Elizabeth y Shakespeare in love que, hasta hoy vivían en mi cabeza amalgamadas como la misma película. Vimos La trampa, quizás en el pico de la carrera de Catherine Zeta-Jones y vimos Armaggeddon, con aquella canción de Aerosmith que me parecía tan buena en su día. Todas vistas con el mismo fervor de quien alcanza un primer grado de independencia y también de quien tenía, hay que decirlo, una cantidad limitada de entretenimiento en casa.
La próxima semana será mi cumpleaños y me toca cambio de década. He alcanzado, creo, todos los niveles de independencia a los que se puede aspirar bajo un sistema donde hay que trabajar para vivir. Para empezar, puedo ir al cine a ver la peli que quiera. Esta misma mañana, después del viernes de maratón de cine, me he ido al supermercado, (altar de la independencia donde cada vez nos sale más caro serlo) y una vez allí, me he debatido entre enfrentarme a las cajas de autoservicio para practicar mis habilidades (y paciencia) frente a las máquinas o hacer un poco de fila. Pensé si es que acaso todas las adultas se llegan a sentir puentes entre algo a punto de desaparecer y lo más reciente.
Tal vez es irresistible compararme con lo que pensaba que iba a ser cuando llegase a los cuarenta. Quejarme sobre el coste de los víveres, sin duda un diez de diez en compatibilidad con las expectativas, pero pensaba que tendría mucho mejor manejo e identificación de mis congelados y que no descongelaría plátanos para almorzar un miércoles cualquiera, que no compraría tantas sopas instantáneas coreanas para todas las veces que no me iba a apetecer cocinar, que mi «sistema operativo» estaría más perfeccionado después de varias décadas desde la puesta en marcha. Por otro lado, nunca me hubiese podido imaginar que fuera tan extenuante tener entretenimiento e información ilimitada en la palma de la mano y tampoco recuerdo haberlo deseado.
He tenido una experiencia fuera del cuerpo mientras llevaba el carrito de supermercado y he recordado lo mucho que pesaba cuando lo llevaba de niña y acompañaba a mi mamá. Ya no tengo que poner todo el peso de mi cuerpo para girar en las esquinas.
Algo es ligero. Nadie lo dice.(¿?)
Sí recuerdo haber deseado poder sostenerme a mí misma y tomar decisiones, como nos enseñó Macaulay Culkin, para lo que de verdad importa; comprar chucherías y ver la tele desde la cama, saltando, y tengo mucho tiempo sin saltar en la cama pero algunas buenas decisiones sí que he tomado. El andamiaje que me sostiene muchas veces se siente fuerte, como hoy, pero siempre-siempre su calidad es dependiente de las personas de mi vida: los personajes asiduos y los puntuales. La experiencia de vivir no es reseñable en google, hay que atravesarla, pero vale la pena decir que he recibido mucho de lo bueno en el tiempo que llevo participando.

Felicidades a las que cumplís años esta semana y feliz no-cumpleaños si es otro día.
Adriana

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